Primero y principal, la pretensión de que “comer carne nos hizo inteligentes”, es irrelevante en cuanto a la cuestión ética respecto al consumo de otros animales. Aun suponiendo que así hubiese sido, dada la manera en que nos hemos manejado y con toda la miseria que arrastra la Historia humana, parecería que la inteligencia es, por lo menos, un arma de doble filo. Evolución significa adaptación, aun a costa de la salud del individuo. Mientras se pueda seguir procreando, a la evolución no le interesa más. Por otro lado, también la esclavitud nos trajo hasta aquí y no por eso vamos a aceptarla. Nadie propone ni podría proponer que comer carne de animales nos mantiene sanos o nos hace inteligentes.
La teoría que así lo afirma, llamada teoría del Tejido Energéticamente Costoso, cobra estado público en el 95, a través de los estudios de Aiello y Wheeler. [1] Los prehomínidos y los homínidos tenían el mismo índice metabólico que los australopitecinos ( al homo), pero con un cerebro de mayor peso. Para que se cumpliera la Ley de Kleiber, que relaciona el índice metabólico con la masa (el índice metabólico en la mayoría de los animales es igual a la masa elevada a ¾), tenía que haber habido una relocalización de la energía. De ahí las conclusiones de que se había perdido masa gastrointestinal y que para conseguir los nutrientes necesarios se cambió a una dieta más densa en nutrientes. Los autores propusieron la carne y otros productos animales y de ahí nació la afirmación de que la carne nos hizo inteligente.
Sin embargo, esta teoría no tuvo aceptación unánime.
El genetista Stephen Oppenheimer, por ejemplo, preguntó por qué los carnívoros típicos como los leones, no desarrollaron una inteligencia como la nuestra, considerando también que, para establecer una conexión directa entre dieta carnívora y crecimiento encefálico, necesitaríamos hacer comparaciones con primates exclusivamente vegetarianos del mismo entorno y período. [2]
Estudios como los de Navarrete y otros autores la invalidaron sacando otras conclusiones del mismo estudio original. Lo que no existe es una correlación negativa entre el tamaño del cerebro y la masa de los órganos. Navarrete y sus colegas encontraron una relación con la cantidad de grasa, no con la masa. Es paradójico porque los humanos acumulan más grasa que otros primates y almacenarla supone poca energía. Por esto, los investigadores dicen que el costo energético asociado a la grasa se debe al costo de desplazamiento de esta grasa, y como pasó a la posición erguida, el homo sapiens gasta menos energía en ello.
A su vez, algunos científicos como Robert D. Martin, piensan que el cerebro del humano era más grande antes que ahora. [3]
En septiembre pasado, la edición de The Quarterly Review of Biology, publicó una investigación que remarca el papel de los carbohidratos en la evolución del cerebro. De hecho, los científicos proponen que, mediante la incorporación de almidones cocidos en su dieta, nuestros antepasados fueron capaces de impulsar la evolución del mayor tamaño de nuestros cerebros. [4]
Lo fundamental permanece inalterable en cualquier caso: podemos vivir sin ingerir productos animales.
Notas
[1] “The expensive tissue hypothesis: the brain and the digestive system in human and primate evolution”. Aiello, L.C. y P. Wheeler (1995) Current Anthropology, 36, 199-221.
[2] Oppenheimer, S., Los senderos del Edén. Orígenes y evolución de la especie humana, Barcelona, Ed. Crítica, 2004.
[3] Martin, R. D., “Capacidad cerebral y evolución humana. En Los orígenes de la humanidad», Investigación y Ciencia, Temas 19, 2000, p. 54-61.
[4] “The Importance of Dietary Carbohydrate in Human Evolution”, Karen Hardy, Jennie Brand-Miller, Katherine D. Brown, Mark G. Thomas, Les Copeland. The Quarterly Review of Biology, Vol. 90, No. 3 (September 2015), pp. 251-268 The University of Chicago Press. Disponible en: http://www.jstor.org/stable/10.1086/682587