Te vas a poner amarilla

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Muchas habitaciones le abrirían después las puertas a esa adolescente que había dejado de comer los cuerpos de otros animales. Era una idea que auguraba terribles rebeldías, por cierto, como la que suponía conseguir que su padre también dejara de comerlos. Y que lo hiciera además toda la familia, las amistades, los vecinos… pero sobre todo, quien con tanta asiduidad se los comía, al parecer sin poder o querer darse cuenta, justamente aquel con quien ella más quería compartir el respeto por la animalidad no humana.

Esa adolescente era yo, en una elemental habitación de impugnaciones. Desafiando no sólo a mi familia sino en general a la familia y a las buenas costumbres. Atreviéndome en un hogar donde el pánico cundía cuando por alguna razón faltaba la “carne” en la mesa, en la cocina, en el estómago, en las compras diarias, en la cabeza… Qué comemos, preguntaba mi abuela. ¿Milanesa de queso?, indagaba mi madre. Como los peces no enlistaban como carne, de inmediato llegaban a componer la próxima cena las merluzas, los pulpos o los abadejos. No me podía quejar. Al menos en esto era una familia normal: algunos muertos en la mesa y otros jugando alrededor.

Por tanto no eran posibles ciertas conexiones. Algunos hechos podrían haberlas provocado, pero no sucedió. Pongo un ejemplo: nunca había dado lugar al más mínimo comentario el cariño que Dayak sentía por esas vacas que encontraba pastando junto al río, cuando íbamos con él a visitar a uno de mis primos. Lo veía acercárseles lleno de alegría –la cola agitada nunca miente– y a ellas recibirlo como a un queridísimo amigo. Recuerdo especialmente a una que mugía con fervor llevando el morro lentamente hacia arriba después de aceptar sus lengüetazos a modo de saludo. Desde la primera vez, y a pesar del aspecto lobuno de Dayak, ni ellas sintieron miedo ni él tuvo el menor gesto de agresión. Para no ser acusada de antropomorfismo, voy a omitir otros detalles de sus entretenimientos.

Un mediodía de otoño, a la hora del almuerzo, mi padre me dijo la verdad.

Mientras comía la segunda porción de lo que yo imaginaba el costado izquierdo de un ternero recién asesinado, me miró de soslayo con el rostro impávido y sentenció con voz lenta, grave y precisa: Te vas a poner amarilla. Y tenía razón: comía demasiada calabaza. En el tono con que lo dijo no había el mínimo atisbo de preocupación por mi salud. Me lo estaba haciendo saber con el disgusto propio de quien desprecia los vegetales. En esa época, yo no tenía mucho para argumentar. Así que, mientras con fastidio pensaba que de cualquier forma el amarillo en la piel no era letal para nadie y que hasta ayudaba a retener el soleado del verano, no se me ocurrió otra cosa que impactarlo con la misma cuestión de la salud. Yo también le dije la verdad: Y vos te vas a enfermar muy seriamente. Y también tuve razón. Se instaló al instante un silencio irreparable, ambos absortos en nuestra propia comida amarilla y roja. Después de eso, casi no hablamos más en el resto de ese día.

No se trataba de un padre contra su hija, como un típico enfrentamiento generacional, no. Tampoco era la tradición carnívora de los “fuertes” contra los que se iban a volver “débiles” si no comían algún tipo de carne. A él no podía importarle su salud, pues se sentía y era joven e incansable. Tenía que ver con algo que entendí mucho más tarde. Sus palabras denotaban la dureza del escudo bélico con el que se plantaba ante el mundo. Su decisión era la espada con la que aspiraba a dominar a la hija que lo contrariaba más allá del plato, que lo cuestionaba, que lo empezaba a preocupar.

Algunos años más tarde, con el veganismo, todos los animales me habitaron.

Mi padre no llegó a enterarse, puesto que lo alcanzó mi verdad. La que le dije aquel día y la que callé, tal vez porque es fácil que alguien capte el dulce sabor de una calabaza, pero mucho más difícil es siquiera que imagine esos sabores que ocultan la sal y las especias, o que se evaporan en parte al ser atrapados por la cocción del fuego. El sabor que a mi padre le deleitaba era el del dolor y la muerte de ellos y ellas. Y me dolió lo suficiente como para no volver a insistir con el tema.

Pero a veces aquellos días desfallecen y los rehago.

Entonces me veo a mí misma adolescente tratando simplemente de que mi padre encuentre el sabor del sol confundido en el dulzor de una calabaza… o esforzándome para que descubra las miradas de aquellas vacas que pastaban junto al río, reflejadas en los ojos de ese perro a quien él tanto amaba.

 

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