Los dueños de las “cosas”. A propósito de las jineteadas y otras costumbres.

jineteadas

Con una imagen a todo color en el centro de un texto formateado a dos columnas, la nota de la edición impresa no pasa desapercibida. Su título: “Jineteadas y maltrato animal”. Su autor: un editorial del diario La Nación. Su perfil: conservador, antropocéntrico y nacionalista. [1]

Me propongo analizarla, no sin antes advertir que es muy esclarecedora en cuanto al tipo de discurso social, habida cuenta la relación directa que establece con el discurso jurídico y con las ideas que giran alrededor de los derechos animales.

Básicamente la nota sostiene que:

  1. No hay maltrato por lo que las “sociedades protectoras de animales” –de las que se queja– estarían incurriendo en un error al cuestionar las jineteadas.
  2. Las jineteadas son propias “de nuestro ser nacional”.
  3. Los caballos utilizados son muy queridos y cuidados, y como no son aptos para otras actividades, “desgraciadamente, su incuestionable destino termina siendo el frigorífico”.

A continuación mi análisis.

Nadie sobre quien se usen rebenques, sogas de sujeción, espuelas o cualquier otro instrumento destinado a forzarle a hacer lo que no quiere ante un público preparado para aceptar como normal la observación admirativa de cómo se lo somete, es solo un “maltratado”. Es una verdadera víctima de violencia institucionalizada. Por supuesto, el autor de la nota ni siquiera se plantea que esto sea posible, pues se trata de un animal, dicho así como “eso” que el humano tiene para usar según dictamine su “razón”. De manera que los lectores serán llevados a discutir si hay o no maltrato, tomando en cuenta que –dictamina la nota– la ley de protección animal “tiene como razonable objetivo evitar el maltrato y la crueldad hacia los animales, entendiendo como tales aquellas actitudes humanas que sin ninguna justificación castigan con saña o maldad a los animales en general y a los caballos en particular” y no para impedir “la continuidad y el desarrollo de estas tradiciones.” Si la ley tuvo o no esa intención, siguiendo a Dorwkin, dependerá de a quiénes nos estamos refiriendo cuando aludimos a la intención: ¿La mayoría de los legisladores? ¿La minoría? ¿Los que hicieron el proyecto original? ¿Los que estaban presentes en el momento de votarla? En realidad el texto legal soporta una ambigüedad propia de las leyes de textura abierta. Habida cuenta de la cada vez mayor consideración moral hacia los no humanos y los conocimientos cada vez más difundidos provenientes de otras disciplinas que demuestran su capacidad para sentir, inteligencia específica y relaciones con su medio, podríamos aseverar que en las jineteadas hay maltrato, el cual es una característica posible en toda instrumentalización de un ser bajo un sistema de dominio.

Allí donde un ser con capacidad para sentir sea convertido en objeto de cualquier uso y pueda ser comercializable, ahí mismo está el problema, que ocasiona siempre sufrimiento, no solo físico. Esto no puede ser planteado hoy en un Derecho antropocéntrico, tal vez incapaz de dejar de serlo mientras no haya un cambio social importante que lo impulse, junto a nuevas figuras legales que lo representen.

Mientras tanto, se sigue instalando en el debate público si hay o no hay maltrato. Y mientras éste sea el tema, se mantendrá oculto el de la injusticia. Entiendo que la situación en que hoy se encuentran los animales dominados, usados –en el caso– para las jineteadas, es consecuencia de una contingencia que implica oprimir y sojuzgar al no humano con la pretensión de que la mayoría acepte una arbitrariedad como algo impuesto por un destino inmodificable. Discutimos entonces hasta dónde someter provoca sufrimiento o, mejor dicho, hasta dónde vamos a considerar el sufrimiento un maltrato, pero no tematizamos acerca de que estamos arrogándonos el derecho a someter a otros animales según nuestra conveniencia, placer o entretenimiento.

El autor de la nota dice que el uso de espuelas, por ejemplo, es un medio de agarre del jinete además de servir, junto al rebenque, “para azuzar al animal a fin de brindar un mejor espectáculo”. Significa que el criterio que emplea no es el que se relaciona con los intereses propios del animal, sino con el disfrute de un público que jamás consentiría que se doblegue así a un humano, aunque fuera para obtener un mejor espectáculo. Seguramente porque es muy fácil en ese caso imaginarse en el lugar del sometido, donde a nadie le gustaría estar.

¿Cuál es el “ser nacional” que está representado por este modelo? Uno que, aunque ha tenido tiempo para convertirse en una página del pasado, permanece gracias a la aceptación, por parte de un grupo de humanos, de seguir usando a los otros animales, en todos los casos, sin ninguna necesidad. Las economías ancladas en la violencia y la muerte podrían revertirse si lo quisiéramos. Es obvio que los discursos antropocéntricos que sostienen las estructuras de esclavitud animal no pueden dar cabida a la indignación creciente ante estos hechos.

¿Y por qué el amor por el animal no alcanza para que quien tanto lo ama lo salve del matadero? Hay amores que matan, ya lo sabemos. Pero suena ofensivo en estos casos hablar de amor.

El caballo ha sido siempre una de las tantas víctimas de la opresión que practican los humanos sobre los no humanos, forzado también a participar en la lucha del humano contra el humano en plan de conquista y colonización. Como transporte, como comida, como ganancia. Si de seres representativos se trata, parece que los caballos han mantenido entonces no solo al “ser nacional” sino al “ser guerrero”, al “ser conquistador”, al “ser carretero”, al “ser ganadero” y a todos los otros resumibles en el “ser humano”. Es decir, los dueños de las “cosas”.

Tradición, deporte y cultura nacional son los eufemismos que sostienen un lugar de poder que permite continuar ejerciendo la opresión y la esclavitud de seres sensibles incapacitados para defenderse por sí mismos. La nota saltea el problema de fondo: el caballo es forzado a un uso humano. No es cuestión de cómo lo tratan, sino de una instancia previa. El apresado injustamente, el inocente encarcelado o a punto de ser ejecutado, puede ser muy bien tratado, pero el punto es que no tiene que estar ocupando ese lugar.

La nota, en definitiva, se aferra al pasado tradicional para defender la continuidad de un elemento símbolo del dominio del humano sobre el animal, que es parte también de otras “tradiciones nacionales”.

Muchas costumbres clavan puñaladas hirientes y letales sobre humanos y no humanos. Superarlas nos acerca a una sociedad más justa y noble para todos.

Hace poco, en el Teatro Municipal «3 de Febrero», de Paraná, Entre Ríos, mientras miraba el escenario vacío, la guía me recordó que estábamos parados sobre los sótanos donde, en reducidas jaulas, se encerraba a las “fieras” utilizadas para los espectáculos circenses que allí se hacían en otras épocas. Estaba un poco oscuro, el cortinado bordó me pareció demasiado viejo. Rebenques y espuelas, látigos y cadenas, picanas y cuchillos… Confieso que me corrió un escalofrío.

Notas

[1] “Jineteadas y maltrato animal”, La Nación, 30 de enero de 2016, Editoriales, p. 28.


Otro sí digo

18-2-2016

Un apoyo semejante a las jineteadas se había publicado ya en un editorial del mismo diario, del año 2013 [1]. En este caso, con algunas afirmaciones que vale la pena destacar, la línea general en cuanto a la propuesta legal es la misma: reglamentar las jineteadas en vías a limitar los excesos que puedan entrar dentro del marco de la ley 14.346 de protección al animal, incluyendo el exceso de estimulantes. Admite que sería interesante hacerlo, por ejemplo, al estilo de prohibir la estocada mortal en las corridas de toros, o las trampas que produzcan sufrimientos innecesarios en la caza de animales salvajes o plagas.

Manifiesta indignación porque el proteccionismo pretenda prohibir una actividad “expresión de nuestra cultura rural” que, además, es útil “por razones productivas, para el desarrollo de la raza caballar”, simplemente porque murieron ocho animales que eran transportados para presentarse en el Festival de Jesús María. No se puede negar que esto es cierto, no se puede pretender que un accidente sea fundamento de una prohibición.

Entiende que quienes pidieron la prohibición de este “espectáculo de destreza, habilidades y coraje, por entenderlo cruel y abusivo” separen “la paja del trigo”. La regulación es, dice, la solución, porque además estaría de acuerdo con el capítulo respecto al bienestar de los animales del estatuto de la Organización Internacional de Epizootias.

Sobra decir que con lo que no estaría de acuerdo es con una relación con los otros animales sintientes que no pase por la dominación, el sometimiento y el uso para fines humanos, donde reside de manera absolutamente mayoritaria, el sufrimiento y la muerte de la que somos responsables. No debe haber nada que no se le haya obligado a hacer a este noble ser, al igual que a los de otras “razas”.

Resumo: con estos discursos se mantiene la esclavitud animal.

Nota
[1] “Separar la paja del trigo”, La Nación, 27-1-13, p.24.

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