Hace poco, en un grupo de estudios culturales, comenté que el crecimiento del proletariado que sin duda el capitalismo provocó, se había producido sin la homogeneidad ni la conciencia de clase que Marx había pronosticado, a lo que un sociólogo me comentó: «Es que los capitalistas lo leyeron, y tomaron recaudos.»
Esta respuesta me vino hoy a la mente, al leer la entrevista que Claudio Martyniuk le hace al multifacético biólogo Diego Golombek, un activo divulgador científico que aparece aquí, tal como hace en su libro El parrillero científico, insistiendo en convertir al asado en una ciencia. Supongo que aplicando las variantes de calor y tiempo sobre lo asesinado, tendrá que agregar forzosamente algunas cavilaciones de fantasía para lograrlo, por eso declara lo que termino siendo el título de la nota: “Cocinar nos humaniza y hacer asado nos mejora como personas.” [1] Pero atención, porque este tipo de declaraciones son tan ambiguas como tendenciosas. Porque podríamos decir también que cocinar puede deshumanizarnos y hacer asado desmejorarnos como personas. Todo depende de qué se entienda por ser humano y por ser mejor persona. Partiendo siempre de la base, claro está, de que el asado no sea de vegetales.Tengo que reconocer que el periodista eligió preguntas que parecen estar extraídas de la bibliografía propia de los defensores del veganismo. Creo que nos están leyendo, lo cual es importante. Tenemos que tener paciencia por la gran Babel que nos desborda con la presencia de contenidos “veg” y fórmulas “eco” reunidas, gracias al tono liviano y de ritmo apurado de las respuestas, en una mezcla algo indigesta, de sabor un tanto decadente debido incluso a cierta terminología. Goombek es especialista en cronobiología, por lo que le da mucha importancia al tiempo: por eso recalca que “disfrutamos” carne de larguísima evolución genética y que las mejoras tecnológicas, por ejemplo para obtener mejores parrillas, no cambian al asado que, básicamente “seguirá siendo lo mismo: la suma de carne, calor y sobre todo, tiempo.” Pero ese tiempo que en este caso valora por sus efectos relajantes y rituales –habla de “ceremonia”– no tiene relación con compartir animales muertos, como afirma: “Eso es justamente lo que se comparte: el qué.” De hecho, las costumbres rituales son amparadas por el poder dominante, independientemente de su vaciamiento interno, pues se conoce muy bien la tendencia psicológica que nos conforta en lo socialmente aceptado y nos detiene en lo políticamente correcto. El tiempo que no aparece aquí –variable siempre ausente en el discurso del especismo ideológico– es el del animal destruido. Así se reafirma el tiempo del trayecto comercial, convirtiendo el asunto en un tic tac de Economía disfrazado de familia humana feliz. Mientras tanto, a la humanidad se le acaba el tiempo para crear una sociedad ética, absorbida por la medición del reloj que, más que la máquina de vapor, es el invento clave de la moderna era industrial.
La confusión entre medios y fines no parece inocente, porque ante la pregunta de si no deberíamos acaso “tomar contacto con los animales vivos que después irán a parar a la carnicería…”, el entrevistado contesta: “Ni sí ni no. A ver si se aquerencian… No, no me parece necesario…” Qué palabra, aquerenciarse. En México se usa como sinónimo de “enamorarse.” Pero significa tomar querencia EN un lugar, y se dice especialmente de los animales. Raramente se usa como en esta respuesta, en el sentido de encariñarse CON. Y sí, es lo más probable. El veterinario formoseño Víctor Mendoza, a quien le habían robado y faenado a su muy querida Aberdeen Angus, dijo entonces que era una vaca a quien toda la familia AMABA y que jamás hubieran consentido que terminara en un matadero. [2] El tiempo del afecto por el animal no humano debe ser desvalorado o suprimido, porque no se puede dar cabida al encuentro con el “referente ausente” del que nos habla Carol Adams. O sea, el del ser de carne y hueso animal al que se le quitó la posibilidad de comer con los suyos, solo, o con quien se le de la gana. En realidad, al no tratarse de un animal libre, no es necesario aludir a sus intereses, pues no deberían siquiera ser traídos a este mundo.
Es difícil analizar la historia de la humanidad bajo la suposición de que “el asado nos hizo y quizás nos pueda seguir haciendo mejores personas.” Ser “mejor persona” –sin entrar a considerar las virtudes que necesariamente deberían desarrollarse para serlo–, nunca podría incluir dañar voluntaria y conscientemente a otros. Golombek no registra esta cisura en su discurso, sencillamente porque su ética antropocéntrica es la que ha elevado la muralla que supuestamente separa al humano del animal, dicotomía que, como la que separaría hombre/mujer, naturaleza/cultura, razón/emoción, no está para nada construida con neutralidad: es un binomio jerárquico. El polo dominado es característicamente el femenino. El asado se origina en la caza, tiempos en que las mujeres preparaban alimentos primordialmente vegetales en el interior, y los hombres hacían el fuego con el producto de su cacería. Por eso dice el biólogo: “La tradición indica que es cosa de varones”, porque, agrega: “Vaya uno a encontrar a la patrona en el campo haciendo el juego y poniendo la carne a las brasas.” Qué palabra, la patrona. La dueña de casa. El patrono: el amo, el señor. Curiosamente, la primera acepción alude al defensor o protector. Pero por las dudas, el entrevistado le deja la puerta entreabierta a las mujeres, porque “como toda tradición, está hecha para romperse.” Estoy de acuerdo, cómo sino podríamos ser mejores personas, habida cuenta de lo que por tradición hicimos y fuimos –y hacemos y somos–. El animal humano –al menos la gran mayoría a la que nos estamos refiriendo– no solo no sale a cazar para comer sino que puede vivir sin hacerlo. Y principalmente, puede reflexionar sobre la cuestión ética que implica el uso de otros animales sintientes como recursos. Una pregunta que el discurso de la esclavitud institucionalizada tiene por objetivo acallar. En la nota, no solo a través del contenido específico del entramado de preguntas y respuestas, sino porque incluso se bromea con que el efecto invernadero de los gases producidos por la cría de animales “debe ser invento de científicos vegetarianos.” O sea, se convierte en broma lo que se supone un científico no puede negar. [3]
Es notable que esta nota tenga, en la edición impresa del diario, una columna que, aunque referida a otro tema, se titula: “Faltan palabras para hablar de los dolores físicos.” Ni la literatura puede encontrarlas. Se trata de una muy buena traducción de Joaquín Ibarburu, de algunos párrafos de La historia del dolor: de la plegaria a los calmantes, de Joanna Bourke. Los anestésicos silenciaron el dolor, pero “tal vez, el problema no sea que la ente que padece un dolor no puede comunicarse, sino que los testigos de su dolor se niegan a escuchar.” Así, de la misma manera, nos pasa con los otros animales: «Los millones de animales no humanos torturados y masacrados a diario están gritando. Su lenguaje es hoy, todavía, entendido por pocos. Si pudieran hablar, un ensordecedor reclamo de liberación haría vibrar el planeta y, tal vez más aún, todo el Universo» [4]
Notas
[1] Martiniuk, C., “Cocinar nos humaniza y hacer asado nos mejora como personas”, Clarín, 27 de julio de 2007, p. 38-39.
[2] Urbieta, Justo L., “El abigeato hizo un mal negocio al faenar vacas de pedigree”, La Nación, 13 de mayo de 1999. Disponible en: http://www.lanacion.com.ar/138203-el-abigeato-hizo-un-mal-negocio-al-faenar-vacas-de-pedigree
[3] Ver “Costo ecológico y hambre mundial.”
[4] Aboglio, Ana María, “La voz de los otros”, en La voz de los otros, Ediciones Persé, 2004.