Los toros nunca festejan

Tengo que aceptar que me parece utópica la posibilidad de alcanzar la deseable objetividad periodística al escribir una nota. En lo que no se dice, en lo que se destaca y en lo que se soslaya, se revela una postura, o un sentimiento, o una idea. En la que voy a comentar ahora, la puntillosa confección de esos siempre esperados bordes neutros, me hace dudar en cuanto a cuáles serán las consecuencias sociales, atento a la formación de subjetividades que hoy los medios representan. Sin embargo, incluso hasta en los ojos desorbitados de un toro agonizando de la foto que la ilustra, me inclino a pensar que servirá para denunciar a una de las tantas atrocidades que cometemos contra los más indefensos del planeta. Corrijo: que se cometen. Porque en este sentido, ya no me hago cargo de pertenecer a la especie humana.El lector que esté en contra del uso de animales no humanos –mucho más si es defensor activo de ellos y ellas como quien escribe–, puede inquietarse al leerla, tanto como quien esté en contra del maltrato y la crueldad que estos casos “innecesarios” representan. Es que si para un ser sintiente no interesa el motivo por el que se lo daña y  siempre es condenable hacerlo, regodearse en el sufrimiento de otro o asistir al disfrute o la indiferencia en hacerlo, no se siente de la misma manera.

Para sacarle el rótulo de entretenimiento, por eso, los taurinos se esmeran en que se le inserte el de “patrimonio cultural”. La Humanidad tiene un gran patrimonio en el que hay buenos haberes y nefastos debes, que nunca deberíamos dejar de eliminar. En cuanto a lo de cultural, claro, pero es que todo es cultura. Algunas eran caníbales, por distintos motivos. En todas reina hoy la violencia aceptada contra el animal no humano, pero en todas, también, se están despertando las voces en común que coincide en rechazarla.

La nota se titula “La fiesta de los toros, el ritual persistente de la España profunda” y comienza relatando el pasado domingo de Pascua en Sevilla [1]. Por lo dicho al comienzo, voy a escribir estas líneas para rescatar lo que mejor da cuenta de lo que este espectáculo macabro representa. Sí, lo sé: tan macabro como un matadero.

Lo que resalta en esta nota que aparece en el diario Clarín dentro de las “Crónicas del nuevo milenio”, y aunque no sea precisamente por el uso de marcadores, lo que retumba al leerla, nos enfoca hacia estos dos puntos claves:

1.- Cito:

La gente aquí sentada sabe muy bien que, como todas, la corrida de esta tarde se divide en tres tercios: la irrupción del toro, drogado y aturdido, ya herido por el arpón de la divisa que identifica la ganadería de la cual proviene, y el ingreso del picador con la lanza que llegará a provocarle heridas de entre 20 y 40 centímetros de profundidad para desgarrarlo e impedirle levantar la cabeza. Durante el segundo tercio, tres tandas de banderilleros agudizan el padecimiento del toro al clavarle palos pesados con un arpón en la punta hasta que, finalmente en el último tercio, el torero despliega su prestidigitación ante una bestia agonizante que sólo atina a cabecear el capote fucsia detrás del cual el torero esconde su estoque de 88 centímetros. Con él intentará dar muerte al toro y salir indemne.

2.- Dos datos básicos que se mencionan, para entender porque persisten: a) la protección estatal, b) la subvenciones “a nivel nacional, regional y municipal que otorgan anualmente subsidios millonarios.”

Por lo demás, remito a “Tauromaquia o del perfeccionamiento del sadismo”, un artículo que escribí hace unos cuantos años y que me recuerda –y no es lo único–, la manera en que me sentí cuando, al llegar a Madrid, me encontré con tantas propuestas turísticas, tanta publicidad para promover las corridas. Supongo que debe ser peor en Sevilla.

Notas
[1] “La fiesta de los toros, el ritual persistente de la España profunda”, por Marina Artusa, Clarín, domingo 16 de abril de 2015.

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